Juan Capagorry

Correo

12 junio 1981

Un hombre muere sí. pero queda en muchas cosas. Quizá sea la misma voluntad de ese hombre, que anduvo entre nosotros lo que lo haga permanecer en nuestro vivir. Se nos arrima como un viento suave y amigo y está el reencuentro: Paco, esas cometas salieron al cielo para verte...

Y lo vemos, de negro, de sombrero grande; más que flaco, enteco, perderse en una calle que va hacia el mar. Quién sabe cómo fue, pero nos encontramos en un boliche y. entre caña y caña los fuimos poniendo al día sobre gente que quiso tanto, que tal vez ande por aquí para saber de ellos. Y uno siente que está rodeado de presencias queridas y lejanas; entendemos que hay que sentir de esa manera tan sencilla que él quiso y que a veces olvidamos. Y es posible también —todo es posible con él— que para cortar ese silencio que sentimos de pronto instalado en la mesa mandemos otra vuelta —la penúltima— y nos demos cuenta que ya no está en esa silla en la que se entristecía por la gente que recordábamos juntos —aquí han pasado tantas cosas Paco desde que te mudaste— y el mozo, que me conoce, llega con una sonrisa, me palmea el hombro y me manda a la noche; “Andá a dormir que aquí está todo pago”.

Todo puede pasar con este hombre que fue amigo de una sirena que salía a la orilla a charlar con él y que, cuando se acercaban se metía en la mar y nadaba y nadaba con su mano levantada en un largo saludo al amigo que. desde la costa la despedía, con la mano levantada, abanando, abanando...

Nació con el siglo, eligió ser profesor para dar lo mejor de sí. Llevaba adentro su vivir en San José y eso quedó en sus libros, pero la mágica experiencia de su vida es otra cosa porque eligió el darse a cada paso como si sintiera que la verdadera creación de un hombre es la vida. Tuvo lo sueños altos que merecen tener los hombres como él.

Humorista profundo serán recordadas por siempre sus narraciones orales, la lectura de sus cuentos que hacía rodeado de jóvenes, dando la sensación de ser también nosotros un poco creadores de ese mundo suyo, sencillo y herido a veces.

A la gente, que reconocía en la calle su figura familiar le gustaba regalarle cosas: una tabaquera muy vieja —con más mugre que historia—; uno de esos aparatitos con que se hacen pompas de jabón —que de seguro usarla en su casa, a escondidas—; una cebolla que le regaló una viejita y que lo dejó entre conmovido y desorientado. ¡Paco!

Un día se encontró en la calle con un coterráneo —¡criaos juntos!— y que hacía añares que no se veían. Es fuerte y largo el abrazo cuando el otro lo reconoce, sana la alegría que los empuja al boliche, repetidas las cañas y los “¿y qué es de la vida de ..? Paco se duele de los que no tuvieron suerte, de aquellos con los que la vida ha sido injusta... El otro no puede despejar la imagen de Paco, muchachón que conoció allá, en San José y que por los boliches del bajo, gustaba rascar el violín. Lo tiene ahí, lo sabe famoso —descuenta claro que se lo debe al violín— y tiene un entripado que la caña le hace largar:

— ¡Pensar Paquito que cuando tocabas el violín allá, nadie te hacía caso!.. ¡Y tuviste que venirte aquí, a Montevideo para consagrarte con tu instrumento!

Francisco Espínola!

Un día Paco me regaló un cuento que debo compartir. Sé que me es imposible tratar de reproducirlo tal cual me lo contó, por eso, quienes tuvieron la gracia de conocerlo, se lo imaginan a él contando esto:

—La otra mañana fui a la cocina a preparar el mate y me encontré a la señora que ayuda a mi mujer muerta de risa. ¡Ten-ta-da! Le pedí que me contara de que se reía y no quiso. Tuve que insistir; —¡No sea mala! ¡Con la risa no hay que ser macheta!... ¡Vamos... cuentemé...!

La convenció, ¡cómo no!

Así a boca’e noche, una noche de esas con un silencio bárbaro, pálido y frío de luna nueva golpean a la puerta del rancho. Estaba esta señora y el marido —que es un hombre muy poquito, ¡y miedoso como él solo!. A lo que atinó primero fue a bajar la mecha del farol y quedarse así, temblando, esperando que todo hubiera sido una equivocación. Pero ios golpes insistieron y la mujer amagó a ir a la puerta. Eso lo decidió “al poquito” que subió la mecha del farol y salió a enfrentar lo desconocido. Abrió la puerta y la sorpresa se transformó en palabras:

—¡Pero Uberfil!... ¡Si yo creía que vos hace años que eras muerto!

Y el viejo amigo, el que está contra ia noche, recortado contra la luna que se asoma también al rancho, se sorprende y cargado del viejo cariño que conserva por el amigo le contesta, con cierto velado reproche: —¡Pero hermano!... ¡SI me hubiera pasado una cosa así...! ¿Cómo te la iba a estar ocultando?