Rosario Peyrou

La Hora, Suplemento especial

26/6/1985

Algunas notas sobre Don Juan El Zorro

Luego de diez años en los que el nombre de Paco Espínola sólo podía ser aludido tímidamente en alguna nota periodística, el esfuerzo y el valor de sus amigos permitió que, todavía en el último tramo de la dictadura, se le hiciera el primer homenaje público después de su muerte. La atención se centró entonces, como era lógico, en su entrañable figura humana y en su peripecia vital. El hombre Paco, el formidable narrador oral que deslumbraba con su charla envolvente, habla dejado una huella muy sensible en todos los que lo conocieron y trataron. Tal vez por eso, la aparición de su “Don Juan el Zorro" publicado por la editorial ARCA en 1984 no tuvo toda la repercusión que indudablemente merece. Porque esta novela Inconclusa, escrita y reescrita a lo largo de cuarenta y cinco años es no sólo lo más importante de la producción de Espínola, sino una de las obras capitales de la literatura uruguaya y un texto fundamental en el contexto más amplio de la narrativa latinoamericana.

Mi intención es, en el corto espacio de esta nota, señalar apenas algunos elementos que hacen de esta novela una verdadera proeza.

El tema de las aventuras del zorro tiene un antiquísimo origen. Desde el Panchtantra, el Sendebar y Calila y Dlmna, llega, a través de la escuela de traductores de Alfonso el Sabio, a todos los rincones de Europa nutriendo la literatura medieval. A este ciclo pertenece Le roman de Renari y tantos otros textos que presentan al zorro como un personaje de la picaresca, hábil y astuto que logra, gracias a su ingenio, vencer frente a enemigos fuertes y poderosos. Probablemente en este rasgo del personaje estribe la enorme vitalidad de su leyenda que pasará, a través de la conquista española, a enriquecer la cuentística popular latinoamericana. De la India a los cuentos de fogón, el Zorro recorre un largo camino en el que va adaptándose a las características de los pueblos que le dan albergue.

Tanto en las recopilaciones argentinas de Rafael Cano, Juan Carlos Dávalos y Fausto Burgos, como en las uruguayas de Montiel Ballesteros y Serafín J. García, el zorro es un personaje de nuestro campo, y su hábitat son nuestros montes y pueblos perdidos de la campaña. Adaptado a su medio y consustanciado con él, hace gala de sus habilidades para sobrevivir y es un poco el símbolo de la "viveza criolla". Él, y los personajes que lo rodean, suelen ser estereotipos de diversas características humanas: el Tigre, el Lechuzón, el Zorrino, el Ñandú, son representaciones de tipos criollos con sus virtudes y defectos. Aunque en todos los casos anteriores a Paco el Zorro nos cae simpático por sus inagotables recursos, nunca se aparta de un único plano: el de la lucha por la supervivencia.

Luego de haber leído "Don Juan el Zorro" tenemos la impresión de que sus antecesores fueron preparaciones del camino que permitieron que surgiera una obra capital. Paco da un salto en la humanización de sus personajes, rompe los "tipos" y los hace ganar en hondura psicológica y moral. Y lo que es más importante: a través de ellos construye la gran metáfora de un mundo perdido y de un tiempo fundacional de nuestra Identidad como nación. El Juan el Zorro es el poema épico nacional por excelencia y no sólo por las técnicas narrativas de origen homérico que tan magistralmente maneja Espínola, sino por la vasta reconstrucción de un pasado que tiene algo de Génesis mítico.

En un comentario del autor que aparece en la versión ordenada por Visca se puede leer: "En mi Don Juan, El Zorro, aún sin terminar, me he empeñado en ofrecer una suma de la vida típica del campo nacional del siglo pasado y principios todavía de éste, aspirando a hacer que al calor de la emoción estética reviva en el lector desasido de su raza aquello que físicamente murió y, sin embargo, está condicionando y condicionará por largo tiempo lo que somos.”

Vino nuevo en odres viejos

Apoyado en la tradición cuentística de fogón, Paco logra con admirable lucidez estética, conservar el tono de la narración oral en una elaboración lingüística minuciosa, sin recurrir sin embargo a pintoresquismos de ninguna especie. Su atenta y profunda observación de nuestros ambientes rurales y de los hombres que allí habitan dotan a la narración de una condición de verdad que va más allá de la perfección con que ha logrado combinar sus diversas fuentes literarias.

Tal vez vale la pena verlo en un episodio concreto. En la muerte del Sargento Primero Cimarrón —uno de los pasajes claves de la novela—, el viejo soldado, como el Cruz del poema de Hernández, no puede consentir participar en la lucha desigual de la partida contra dos inocentes (la Mulita y el Aperiá) y cambia de bando. Descubierto, debe enfrentarse solo con un nutrido grupo de quienes fueron sus viejos compañeros de armas, en un combate singular que Paco narra al mejor estilo de la épica heroica. Pero el lector sabe que el Sargento Primero Cimarrón se ha pasado la vida contándole a su asistente, hazañas inventadas que en realidad nunca protagonizó. Ahora, en el momento de su muerte, el personaje se mira vivir su primera hazaña verdadera y él mismo se asombra de su heroísmo. El recuerdo de la pasión fabuladora del personaje tiñe la mirada del narrador —y del lector— de enternecida y burlona compasión (esa mezcla de lo trágico y lo cómico, de lo heroico y lo ridículo que Cervantes tan sabiamente introdujo en nuestra tradición cultural). En algún momento del combate, el Sargento cree que su amigo el Avestruz también lo ha traicionado y es capaz de exclamar un "Vos también en contra, hermano”, como lo hubiera hecho, si hubiera nacido en esta Banda y en el siglo XIX, el Julio César de Shakespeare. Con todo ese bagaje literario en el que resuenan desde la épica griega a la poesía gauchesca, la sabiduría de Paco construye una escena perfecta y única.

Bajo su mirada vigilante, el material narrativo popular se estiliza sin violencia y los personajes se liberan de su condición de animales conservando sólo el nombre y alguna sutil característica de su origen; así sólo reconocemos al Zorro de la leyenda en la trampa urdida al Peludo y en la cacería del cordero. A lo largo del proceso de construcción de la novela el personaje se elevará por sobre su primitiva condición para convertirse en un símbolo del perseguido y en un paradigma libertario.

Pero no hay aquí simplificaciones do ninguna índole. También el Tigre, símbolo de la fuerza bruta en la saga popular, relumbra en la novela de Espínola como un personaje trabajado finamente en su psicología, y también él, el perseguidor del Zorro —preso en su uniforme y como añorando su pasado libre de contrabandista— tiene rasgos de humanidad y hasta se conduele de tener que ser tan malo. La piedad de Paco, la de "Raza Ciega" y "Sombras sobre la tierra" cubre también aquí a los personajes que, más allá de las contingencias que los obligan a jugar un papel que a veces la miseria ha elegido por ellos, son seres humanísimos y tan desamparados como la imaginación popular que les dio vida.

La débil reminiscencia de su origen animal que conservan en los nombres, no sólo sirve de hilo que une la novela a una tradición deliberadamente elegida, sino que se ajusta fielmente a la intención narrativa del autor. Son personajes en íntima relación con el paisaje y la naturaleza, son fuerzas naturales y espontáneas. Tal vez, sin la condición animal que subyace en el fondo de cada uno, sería difícil conseguir la calidad sutil de la relación que une por ejemplo al Zorro y la Mulita. ¿Se hubiera logrado el mismo efecto si fueran hombre y mujer? Los nombres, en la mejor tradición cristiana y medieval, subrayan la naturaleza psicológica de los personajes, no los limitan sino que los enriquecen, colaboran en su esencialidad última. Son, en definitiva, un ejemplo perfecto de lo que se propuso y logró Paco en la novela: elevar el acervo literario popular y tradicional a la condición de obra de arte universal.