Los escritores latinoamericanos han tomado distintos caminos en lo que se refiere a las políticas de la lengua. En la obra de algunos poetas –Zorrilla de San Martín es un militante de esa línea– se defiende la "pureza" de la norma castellana frente a cualquier intento de variante local. En la de otros –Hidalgo, Ascasubi, Lussich, Hernández– se crea una lengua literaria que desafía uno de los últimos reductos de poder de la metrópoli, tomando como hipotética materia prima el lenguaje de los gauchos y otros habitantes criollos de la campaña. En la obra narrativa de aquellos escritores que deseaban exhibir las peculiaridades lingüísticas locales –por mucho tiempo sólo las campesinas–, se reservó la parcela del narrador para una lengua castiza y se marginó en la de los personajes la pretendida mimesis del habla popular de los habitantes de la campaña.
La actitud de alternar el lenguaje culto del narrador, con el lenguaje bárbaro de los personajes fue cambiada por la práctica posgauchesca de algunos autores uruguayos como Francisco Espínola (Raza Ciega, 1926), Víctor Dotti (Los Alambradores, 1929) y Juan José Morosoli (Hombres, 1932), que comienzan a incluir giros locales y léxico agauchado en el narrador. Esta superación de uno de los aspectos más criticables del regionalismo, se produce en Uruguay después de 1924 –fecha de publicación de La Vorágine de José E. Rivera–, pero simultáneamente a la publicación de las otras dos obras que conforman la tríada del regionalismo canónico –Don Segundo Sombra (1926), de Ricardo Güiraldes y Doña Bárbara (1929), de Rómulo Gallegos–. No sólo desde la narrativa provienen las reformulaciones, también desde la reflexión crítica; en 1929 Horacio Quiroga toma distancia de estas prácticas del regionalismo y señala cuál es la actitud que debería tomar un escritor enfrentado al problema de hacer hablar a sus personajes criollos.
Antes bien, en la elección de cuatro o cinco giros locales y específicos, en alguna torsión de la sintaxis, en una forma verbal peregrina, es donde el escritor de buen gusto a que aludíamos encuentra color suficiente para matizar con ellos, cuando convenga y a tiempo, la lengua normal en que todo puede expresarse (Quiroga, 1966 [1929]: 328)
Años después Ángel Rama y Antonio Candido profundizarían esta línea, pero frente a una literatura que está llevando hasta sus últimas consecuencias estos cambios en la concepción de una lengua literaria americana[2]. Pédro Páramo (1955) de Juan Rulfo y Grande Sertão: Veredas (1956) de Guimarães Rosa son ejemplos del novelista latinoamericano que dosifica sus regionalismos, establece un pacto más sabio que autoriza una comunicación posible con un lector, no sólo nacional, sino también universal (y por universal entiendo hispanoparlante[3]). Para ello ha debido abandonar la concepción de que la palabra, aislada, es la clave de la creación automática de la narrativa, y ha desplazado su interés a la sintaxis, a las estructuras rítmicas, ha debido concebir la lengua como devenir articulado en el tiempo trabajando en definitiva con un criterio semántico más estricto. (Rama, 1972 [1964]: 47)
Conviene resaltar, que con cuarenta años de investigación en el tema y con homologables intereses, Francisco Espínola trabajó lo que sería la forma definitiva de Don Juan, el Zorro. Sólo en 1968 –justo el año en que Ángel Rama deja la dirección de las páginas literarias de Marcha– publica fragmentos en los cuales se verifica la creación de un lenguaje que desde la escritura –y muy bien asentado en ella– remeda las particularidades lingüísticas de un grupo humano, pero también las particularidades de una cultura ágrafa, con las diferencias en la cosmovisión y organización mental propias de quienes viven en un mundo ajeno –casi por completo– a la tecnología de la palabra escrita.
Seguramente hubiera sido definitorio, para una hasta ahora no lograda fama latinoamericana de este narrador uruguayo, un estudio de Rama sobre Don Juan, el Zorro. Lamentablemente este crítico que nació el año de publicación de Raza Ciega, murió un año antes de la publicación de una novela que le hubiera permitido el amplio panorama imprescindible para calibrar las operaciones llevadas adelante por Espínola, en un texto en el cual –según dice con razón su propio autor– "la lengua está manejada para que dé una fulguración nueva en la narrativa hispanoamericana" (Visca, 1991 [1984]: 43). Parece indudable que Rama y Espínola trabajan con materiales y fines similares. Independientemente del acostumbrado impudor con que Espínola promociona sus logros técnicos, puede observarse en un texto escrito alrededor de 1960 –el trabajo de Rama es de 1964–, la conciencia clara del plan trazado con respecto a este tema: No sólo cuando hablan los personajes sino cuando debo intervenir yo mismo como escritor, [se verá] cómo frecuentemente se violentan las normas en el vocabulario y la sintaxis [...] Si estas formas inocentes, plebeyas, sin estilo se engarzan en una serena y límpida estructura artística, es decir: estilizante, lograré a la vez un complejísimo efecto único, no una mezcla sino una combinación en el sentido de la química, y la elocución es a la vez [...] grosera y delicada, burda y exquisita. Y la obra resulta a la vez culta y popular. (1991 [1984], Tomo II: 228)
Las fábulas que cuentan los casos del Zorro se remontan a los textos hindúes Panchatantra, Sendebar y el Calila e Dimna. Este último llega a Europa a través de la escuela de traductores de Alfonso el Sabio. Las versiones escritas se multiplican en relatos orales gracias a la necesidad de contar de todos los pueblos del globo. Particularmente en el Río de la Plata el ciclo del Zorro ha tenido gran aceptación y desarrollo en sus dos vertientes, la oral y la escrita. Sin embargo no se cuenta con un repositorio documental de las distintas versiones orales.
La literatura uruguaya cuenta con cuatro volúmenes dedicados enteramente a las peripecias del zorro. Adolfo Montiel Ballesteros publicó el primero de ellos en Santa Fe y lo tituló Vida y mundo de Juancito el Zorro (1947). Los otros tres aparecieron en Montevideo, firmados por Serafín J. García (Las aventuras de Juan el Zorro, 1950), José Monegal (Memorias de Juan Pedro Camargo, 1958) y Francisco Espínola (Don Juan, el Zorro (tres fragmentos). La Comisaría. La Pulpería. Muerte de los Sargentos y de la Mulita, 1968[6]). Si bien el primer volumen es de 1947, Montiel Ballesteros y Espínola venían publicando cuentos del Zorro desde 1928. También Justino Zavala Muniz, cerca de esa fecha incursiona en este terreno al incluir dos cuentos del mismo "rubro" en Crónica de la reja, 1930, como hará también más tarde Valentín García Saíz en El Narrador Gaucho (novela en cuentos), 1945. Ya a fines del siglo XIX, el narrador del cuento "En Familia" (Campo, 1896), de Javier de Viana cuenta a sus hijos uno de estos relatos.
Estos escritores al trabajar con relatos folklóricos, no sólo han tenido que resolver el problema del lenguaje de sus personajes –cuando estos manejan un estado de lengua diametralmente opuesto al suyo– sino que también, debieron definir el tipo de combinación que habría de producirse al interior de su texto, entre esos relatos y el resto de la obra –como es el caso de Viana y Zavala Muniz–. O establecer la jerarquía de una subliteratura creada a partir de estos materiales, en relación al resto "culto" de su narrativa. Sobre este último caso es interesante la distancia casi infranqueable que puede comprobarse entre Raza Ciega y "Las Veladas del Fogón" que Espínola publicara en el diario Crítica[8]. H. Benítez Pezzolano (2001) plantea que puede estudiarse gran parte de la cuentística de Espínola como precedida por un sedimento folklórico, por una matriz que construye dialógicamente –junto al escritor letrado– una literatura. Si bien esta afirmación es cierta para los cuentos que estudia Benítez y está en sintonía –en términos generales– con el presente abordaje, las cosas funcionan de otra manera en "Las Veladas del Fogón".
Es posible establecer un paralelo entre la actitud ante la lengua del personaje y la actitud ante "su literatura", es decir, mostrar cómo la operación ideológica del autor que margina dentro del discurso las deformaciones que el habla del personaje imprime a la lengua, puede rastrearse también en la manera de marginar o no un relato oral dentro de una narración culta, o de exhibir como una muestra pintoresca que se imita en un texto escrito: la producción de fogón campesina.
En este sentido, las narraciones "orales" sobre el zorro con las que trabajan Javier de Viana (1896), Zavala Muniz (1930), Espínola (1935) y García Saíz (1945), mantienen nítidos límites entre ambos registros. Las novelas regionalistas a que se hacía referencia establecían un curioso escalón entre el personaje que hablaba en un particular galimatías criollista, y el autor, quien se situaba por encima de sus criaturas y al describir, al comentar, al narrar, hablaba desde su cátedra más o menos purista. En los hechos asistíamos a una intensificación del diosecillo escritor que habían generado los naturalistas del siglo pasado, pues ese autor manejaba a sus criaturas como a los integrantes de su zoológico particular y los ponía a hacer las correspondientes pruebas circenses. (Rama, 1972 [1964]: 46)
La situación de los relatos folklóricos en los autores citados es similar. Estamos ante una producción de discurso disociada, que responde a dos grupos de estrategias narrativas fuertemente jerarquizadas, que lejos de establecer puentes entre dos universos, realza la brecha existente en desmedro de uno de ellos. Una operación análoga producen Montiel Ballesteros, Serafín J. García y José Monegal, si bien en sus obras no hay simulacro de narración oral, actúan como el escritor regionalista en lo que tiene que ver con la lengua. Los dos primeros autores mencionados, además, no trabajan la fábula desde la escritura exclusivamente como hace por ejemplo el argentino Juan Carlos Dávalos, sino que aceptan que la fábula del zorro, no puede en estas tierras –en principio– ser otra cosa, más que un relato de fogón, tratado, en definitiva, con cierta condescendencia.
La diferencia sustancial entre el último Espínola y estos autores radica en el pleno compromiso asumido simultáneamente con el relato de fogón y con la novela como género. Esta simbiosis entre las estrategias de un género exclusivo de la escritura, como es la novela, y las de la narración oral, que ya se esboza en los fragmentos de Escritura (1947), logra pleno desarrollo en los fragmentos publicados por CEDAL (1968), y en el resto inédito de la obra hasta 1984. Una larga reflexión sobre lo que implica el analfabetismo, y una fuerte conciencia del peso de la escritura que formatea el pensamiento y delinea nuestros recursos cognocitivos[9], permiten a Espínola realzar a sus personajes sin falsearlos, y exhibir su intemperie sin ridiculizarlos. El remedo de la narrativa oral se produce desde lo mejor de la escritura, combinando recursos narrativos básicos con sofisticación técnica.
En Don Juan, el Zorro el problema no es la suma del analfabetismo de los individuos, sino más bien, el hecho de que no se trata de una comunidad signada por la presencia de la palabra escrita –y todo lo que implica–, sino de un páramo, donde esta tecnología apenas está presente, y cuando lo está no es más que como evidencia de una limitación. Como ejemplo de esta preocupación –en este caso por el referente–, la Mulita le sugiere al Aperiá que le dé un papelito para presentarse ante la Chancha Negra y este le contesta: "¿y quién lo escribe y quién lo lee?". El narrador por su parte acota: "Se les apareció a ambos como una mano que se les parara delante con la palma estirada hacia arriba y los dedos juntos." (Tomo II: 85).
La acotación del narrador brinda a sus lectores la otredad del mundo representado –pretendidamente cercano–. Por otro lado, traduce en palabras un recurso eminentemente visual –la comparación con la mano abierta–, cuya efectivización como enunciado performativo: "alto", "pare", puede lograrse eventualmente utilizando un medio de expresión ajeno a la escritura y aun a la palabra, como es el dibujo.
Las referencias a la condición ágrafa, o semiágrafa de esta cultura son variadas. El único personaje de la novela que participa de alguna manera del mundo de la escritura es el Comisario Tigre: "Él leía, puede decirse, casi de corrido [pero] ¡Cómo para pensar, pues en hacer prácticas de escritura, el Tigre!" (Tomo I: 70) con todos graves problemas que tenía por resolver en su jurisdicción[11]. El Sargento Primero Cimarrón es un hábil dominador de discurso. No sólo es el paradigma del relator oral, sino que además "diagnostica" a sus subordinados: El mal de todos ustedes, oímelo bien, es que se entreveran con cualquier cosa. Mirá, todo es cuestión de práctica. ¿Querés creer que un día, el finado Comisario, que me estaba probando hace tiempo para el ascenso, me largó de sopetón: «Pero, che, séme franco, ¿de dónde has sacado esa cabeza? ¿Acaso vos sabés escribir y leer?»... Y era por esto, hermano: a mí me ordenan una cosa, y ya en la cabeza no me entran ni a hacha... (Tomo II: 70)
En él están cifradas varias de las esperanzas de la novela, tanto desde el punto de vista ético, como cultural. Funciona, desde este último punto de vista, como una bisagra capaz de articular dos mundos, partiendo de los valores más caros de cada uno de ellos. Uno de los cuales es la cultura, constituida –entre otras cosas– por la palabra oral y escrita.
Esta preocupación por un referente rural que el analfabetismo es la nota dominante, no está presente en el libro de García, en el cual el Zorro escribe esquelas (1950: 80 y 125), o en las memorias de Monegal, de las cuales el Zorro –retomando la tradición de la picaresca– es el apócrifo autor. Mucho menos en el Zorro letrado de Montiel. Este es uno de los aspectos que permitiría incluir a Don Juan, el Zorro en lo que Antonio Candido llama superregionalismo. Se trata de un tipo de literatura signado por la "conciencia lacerada del subdesarrollo". que cuenta entre sus principales exponentes –señala Candido– a Guimarães Rosa, Juan Rulfo y Vargas Llosa, quienes "practican en sus obras, [...] una especie nueva de literatura que todavía se articula de manera transfiguradora con el propio material del nativismo" (Candido, 1972: 353).
La conocida treta con la cual Don Juan escarmienta al Peludo –provocando su muerte– es el único "motivo"[12] claro del folklore que pervive en Don Juan, el Zorro de Francisco Espínola. En el corpus uruguayo con que trabajamos, también Serafín J. García lo desarrolla. Tanto este autor como Espínola, eligen al Zorro como audaz autor del engaño perpetrado contra otros animales, a diferencia de los autores argentinos[13], para quienes el "enlazador" es el Quirquincho, también conocido como Peludo o Tatú. Sabemos por Chertudi (1959) que este motivo está descrito en el Motif-Index[14] y según Luis da Camara Cascudo, este tema, frecuente en América, es de procedencia africana (Cortázar, 1964: 111). En Espínola su tratamiento se remonta a 1935, cuando aparece en una de las "Veladas del Fogón", y es el único que llega, claramente identificable, a la última versión de su novela (Tomo I: 56-66). Ubicada al inicio de esta, la venganza del Zorro es la causa visible de todos los hechos que se suceden a lo largo de sus más de cuatrocientas páginas.
Es posible que "al final" de esta obra inconclusa –cuando el Comisario Tigre está por matar a la Mulita– exista una poetización de otro motivo. De esta forma la obra de Espínola partiría de un motivo folklórico identificable, para luego de desenvolverse a través de una intensa trama novelesca y culminar –al menos en la versión con que contamos–, cerrando el círculo, y sellando su relación con los relatos orales tradicionales, con una violenta reformulación de otro de sus motivos. Concretamente el que desarrolla Montiel Ballesteros, en 1928, consistente en que el Zorro logre poner al Tigre al pie de un árbol, con la cola hacia arriba, para quemársela echándole grasa hirviendo desde lo alto. El Tigre quiere hacer bajar al Zorro. El Zorro le dice que suba al revés: "El tigre ensayó: la cabeza en tierra, el trasero para arriba. Se abrazó al árbol. Empezó a forcejear" (p. 148), el Zorro, que hacía tortas fritas arriba del árbol, vacía el contenido de la olla en las asentaderas del Tigre. Espínola desarrolla este motivo en la velada Nº 13 y parece retomarlo en su novela, cuando el Tigre al retroceder hacia el ceibo "como quien se agazapa, muy inclinado hacia adelante" (Tomo II: 205) chocó con "las asentaderas" produciendo un "brusco chaparrón de cien flores punzó" que "hízole volar el espanto [por pudor] y atrajo un ardor furioso" (Idem). El Jefe se sacudía purpúreas salpicaduras. Pero los rojos pétalos –cuando no corolas enteras– todavía seguían lloviéndole al propagarse el sacudón por el ramaje todo, hasta por el de más arriba. Le rodaban ellos cual gruesos goterones; se le quedaban en coágulos sobre los hombros y dentro de la oquedad del quepis; más tarde, al él continuar su retroceso, debió andar un trecho pisando cuajarones. (Idem)
Esta lluvia roja tiene múltiples connotaciones. Si por un lado permite presentar al Comisario Tigre inmerso en los fuegos del infierno, lo cual habilita a su vez a repetir la conocida identificación espinoliana de la divisa colorada con lo diabólico, por otro la lluvia quemante, que la conciencia del Tigre provoca, no es más que la sangre de la Mulita, derramada después por el Comisario. El efecto precede a la causa ya que responde a una ley de causalidad poética. Esa sangre caliente es la que produce "un ardor furioso" (Idem) al Tigre. Las flores del ceibo –flor nacional– son también las gotas de sangre de su víctima –la Mulita–, quien caerá después "de dos estampidos [en] un blando abatirse azul y blanco sobre los pastos" (Tomo II: 206). El "rudo encontronazo [del Tigre] a cobijo de corpulento ceibo en flor" (Idem), agrega al muliticidio, la condición de un crimen de lesa patria, que no será vengado por el Zorro, ni tendrá por instrumento la grasa hirviendo de una olla de tortas fritas. La violenta lluvia de flores rojas que quema al Tigre es en primer lugar su conciencia y en segundo lugar el corpulento ceibo: la nación.
La primera recepción de Espínola (Zum Felde, Borges, Ferreiro, Onetti[15], rescata la pertenencia de Raza Ciega a la nueva narrativa de tema campesino que viene a romper con el realismo naturalista, con el costumbrismo y el inventario de objetos. En Don Juan, el Zorro, Espínola –varias décadas después– trabaja cerca de alguno de estos vilipendiados recursos, pero con arte y cuidado, en una novela que como en las mejores de Latinoamérica, se conjuga la condición de ser popular –en el sentido de aspirar a un amplio espectro de lectores– con la de apostar por cierto tipo de experimentación narrativa. Esto no quiere decir que no trabaje sus materiales con ingenuidad –en muchos casos notoriamente buscada–, ni que la novela sea moderna en el sentido "ultra", que podría adquirir el término. Recicla recursos y exagera el pastiche de la gauchesca, del circo criollo, de la épica y de la comparación homérica.
En 1947, Espasa-Calpe publicó La Fontaine y sus fábulas, de Karl Vossler. Este autor señala la imposibilidad de una definición universal de fábula, que se extiende también a la definición "de la tragedia, de la novela, del verso o del sombrero de copa" (p. 78). Apunta sin embargo con solvencia, algunas de las características de un género literario que inserta siempre en lo poético un algo de reflexión y de crítica. Bajo este signo se halla también, como han puesto de manifiesto investigaciones modernas, toda la literatura medieval en torno al zorro Reinhart. Se trata de obras que no son, como Grimm creyera, hijas de leyendas populares, sino productos esencialmente literarios nacidos de la imitación de fábulas latinas, o surgidos también como parodias de las novelas de aventuras y de las epopeyas de la época. [3] En el fondo, toda esta literatura surgió por el mismo proceso que surgió en Grecia, durante las guerras persas, la «Batracomiomaquia», parte como imitación de Esopo, parte como una parodia de Homero, es decir, de un lado como género épico y de otro como género cómico y satírico. (p. 92)
Es muy probable que Espínola conociera este libro, que es parte de la popular Colección Austral y tenía para el autor de Don Juan, el Zorro el doble atractivo del autor (Vossler) y su título[16]. La primera edición en español se terminó de imprimir el 12 de abril de 1947, fecha clave para el Don Juan, según comenta Visca. No sólo la novela fue escrita –en su mayoría– en dos períodos: el verano de 1947 y el invierno de 1948, sino que a raíz de la publicación del fragmento de Escritura (octubre de 1947)[17], Espínola produce el viraje más importante en la concepción narrativa de la obra, la cual pasa además a ser pensada como una novela de 700 páginas. Suponer que Espínola leyó el libro permitiría explicar algunas cosas. Si bien las fábulas que escribió en los años veinte y treinta contienen reflexión y crítica –primera afirmación de Vossler–, es con posterioridad a este período que su literatura del Zorro se complejiza y sofistica en esta dirección. Por otra parte, el gran salto que se produce en los textos del Zorro de este segundo período está vinculado también con una fuerte estilización de las leyendas populares y con la convicción plena de que es necesario trabajar con esos materiales para crear "productos esencialmente literarios", con lo cual se comenta parcialmente la segunda afirmación de Vossler. Por último la tercera afirmación del maestro alemán de la estilística, parece directamente estar dándole ideas a Espínola. Al alternar lo épico, con lo cómico y lo satírico, se produce una textura poco explotada en la novela uruguaya, que tiene sin embargo un excéntrico antecedente en El Terruño (1916), de Carlos Reyles. Toda épica necesita un héroe y un antagonista, que para el caso son el Zorro y el Tigre, mientras que la saga –fluctuante entre la heroicidad y su al fin logrado reverso– del antihéroe de la novela, el Sargento Primero Cimarrón, lleva adelante la parodia de la épica[18].
En el discurso pronunciado en San José, Espínola recuerda que, siendo ya hombre, una mañana, su "padre[19] apareció, no sé de dónde [...] Lo seguí y, juntos, montamos. Yo, en mi pequeño obscuro; él en aquel tostado de gran alzada que tanto conoció este departamento" (1957: 10, subrayado es nuestro)[20]. Daniel Gil señala que "La ausencia del padre [entre otras cosas, generó] sentimientos de hostilidad y de odio hacia aquél, que veremos desarrollarse en dos cuentos: «Visita de Duelo» y «Todavía no»" (1986: 147). En ambos "el padre", monta un tostado, y como señala Gil[21], en "Todavía no" aparece "espléndido en el tostado de gran alzada" (Espínola, 1967: 88)[22]. Si bien el padre no está presente en Don Juan, el Zorro, con el nivel de identificación que alcanza en algunos personajes de los cuentos, en Espínola la imagen de aquel, parece soldada a la del héroe. Don Paco es a su vez –según declara el autor– el principal destinatario de una obra que vio su impulso frenado: "Murió mi padre y ya no hay apuro" (Ruffinelli, 1968).
Ninguna de las múltiples menciones al tostado de Don Juan, presentes en la novela, aparece en los fragmentos publicados en vida por Espínola. Es decir que mientras que el caballo como medio locomotor está presente desde la publicación de un fragmento en Asir (1949), el tostado debe esperar a la edición de Arca (1984). Mientras "La mudada" de la novela (1984) cuenta con el tostado, este no se encuentra, en la versión anterior del episodio (Escritura, oct. 1947). La verificación de que hasta 1947 no aparece el tostado –que debió ser incorporado en algún momento entre esa fecha y 1973, año de la muerte del autor– es importante para determinar una de las diferencias fundamentales entre los dos cuentos –"Visita de Duelo" y "Todavía no"– y la novela, a este respecto. Mientras aquellos fueron publicados por un muchacho de veintipocos años, para retratar a un padre severo hasta la crueldad –que está vivo–, la novela establece una identificación de baja intensidad entre un Don Juan –idealizado– y el padre, como un homenaje póstumo.
Es difícil sostener que quien había cifrado la presencia de su padre en dos cuentos, entre otros datos inequívocos, a través del tipo de caballo que montaba, al asignarle ese mismo caballo a Don Juan, no esté haciéndonos notar que quiere incluirlo en la novela de alguna manera, ya –veinte o treinta años después– más libre y transfigurada. Con el capítulo VIII, "El sitio de la Mulita", comienza el tomo II de la novela. En su primera página aparece otra figura, la de Don Juan, el Zorro, quien, sobre el tostado de gran alzada, destacábase en una planicie sin una mata de pasto, como de roca [...] Don Juan estaba inmóvil, perdidos los ojos como en un punto muy lejano; su caballo ni las orejas movía. Y esa rigidez era lo más angustioso para la Mulita porque daba a sugerir que ni bruto ni jinete advertían la espantosa soledad que acrecíales en torno; el imponente ensancharse del monte cada vez más poblado de miedos, a los que acarreaba con sigilo tan aleve unos ruidos misteriosos, unas sombras impenetrables, unos aires fríos y muy húmedos, sobrecogedores por su sin pausa, lentísimo seguir.
Ahora ya se trata de "el tostado de gran alzada" que Espínola reserva para Don Paco. En este clima onírico la Mulita parece sufrir la visión del padre muerto del autor. Una aparición espectral sugerida por la desolación del héroe, la rigidez, las referencias al miedo, al misterio, a las sombras, al frío y a la humedad.En 1935 Espínola ya había publicado Raza Ciega y Sombras sobre la tierra, pero no recibirá un reconocimiento de su padre ("estoy contento de Ud."), hasta que no participe de la Revolución de Enero. En esa necesidad de aparecer ante sus ojos como un hombre de acción –a pesar de ser un intelectual reconocido–, puede encontrarse una de las tantas claves que permiten leer al Sargento Primero Cimarrón como un alter ego del autor, aunque esa cualidad no se conecte nunca narrativamente con la del Zorro con trazas del padre.
El Cimarrón es un conglomerado intertextual y paratextual, ya que no sólo muere por la misma causa que el Sargento Cruz del Martín Fierro y emitiendo una frase análoga a la última de Julio César –como anotara Peyrou (1985)–, sino que es el depositario de una serie –nada menor– de marcas que lo identifican directamente con el autor, pero no como un alter ego convencional, como Juan Carlos, el protagonista de Sombras sobre la tierra. Personaje y autor comparten la condición de guerreros frustrados, que no se conforman con ser grandes creadores. El Cimarrón –después del relato sostenido de inexistentes hazañas– logra una muerte heroica, y alcanza de esta manera, la altura del héroe creado en sus relatos de fogón, la imagen que el padre reclama a Paco. Este entrañable personaje realiza naturalmente otro caro ideal: es un arquetípico narrador oral de fogón. Mario Arregui recuerda que Espínola "Llegaba a una reunión y casi dictatorialmente se convertía en el centro de ella, abriendo diques de su inagotable locuacidad. Ofrecía en espectáculo al hombre que habla (...) No escuchaba o escuchaba apenas las interrupciones. Hablaba horas. En eso era abusivo"[24]. El Macá, principal interlocutor –léase oyente–, del Sargento, debe sufrir a menudo un trato semejante, como en una oportunidad en que el Cimarrón tuvo que hacer "una pausa, se rehizo con paciencia del efecto perturbante de la intromisión y, luego, apurando para no darle alce al que se le estaba saliendo de la vaina, siguió, clavándole los ojos, sujetándole las ganas de hablar, con la mirada" (Tomo II: 42).
Si tiene alguna importancia el hecho de que haya cierto nivel de filiación extratextual entre el Zorro y el padre por un lado, y el Cimarrón y el autor por otro, esto se debe al hecho de que hay dos mundos en juego: el del padre y el del hijo. Que son a su vez dos Uruguay. El universo heroico del caudillo, genera solidez en su atavismo, mientras que la precariedad, la inestabilidad y la reflexión son características intrínsecas del mundo del escritor. Desde el punto de vista discursivo el primero corresponde a la épica y el segundo a la parodia. El protagonista de Don Juan, el Zorro en tanto novela épica es el propio Zorro, quien no presenta fisuras en su heroicidad, mientras que la otra novela es una parodia de la épica, protagonizada por el Sargento Primero Cimarrón, en su condición de antihéroe. Corresponde a este último moverse también en un nivel metanarrativo, desde el cual –intencionalmente o no– corroe la novela, la parodia, ridiculiza el registro épico en el que se juega la suerte del Zorro y del Tigre –del primero sobre todo–, en una operación cuyo límite coincide con la lucha heroica –ahora sí– en la que encuentra la muerte el Sargento.