Esta es la sinfónica tocando toda y el circo desfilando al mismo tiempo; la arquitectura en grandes dimensiones, la epopeya en quinientas páginas y dos tiempos simultáneos: épica y antiépica, porque en ella se oyen sonar notas y ruidos, gauchos, griegos y escapados del mundo pícaro español; los pulimentos del alabastro y el batifondo más plebeyo, trazos de brocha a grandes rayas, amarillo cromo y rojo sangre y, de pronto, negro, gris, tristeza, un pozo bajo los pies. Es, además, el gran friso criollo que nunca se vio; Martín Fierro y cuarenta personajes, pero a través de un cierto cristal de ironía, como si esta vez fuéramos más viejos o más sabedores del mundo o más descreídos, en mejor proporción con la larga historia del hombre; aquí es un rincón perdido. ¡Somos tan poco importantes! Pero se abre el cofre y desborda la orfebrería verbal mientras se oyen los planchazos de los sables de lata y se ven los chiripás de arpillera y más de una alpargata desflecada.
Así como Espínola es un ser contradictorio y contrastante —desde el esqueleto hasta la gesticulación— así ésta, su mayor obra, se mantiene en pie por el entrechoque interno, sabiamente administrado. Nada hay en esto extraña narración que no rasque y arranque chispa, aunque todo parece girar en el aire, sin frotamiento; es porque en esta insólita y preciosa manera de contar son tan útiles y queridas, y minuciosamente puestas, las más sutiles pinceladas como el enchastre más desfachatado. Se diría que son como unos gauchos que no llegan a ser gauchos —se creen— y por eso causan gracia; es la historia de unos bichitos de Dios que, contados así, se hacen criaturas de Dios a imagen y semejanza de las personas; pero como, pese a todo, nunca dejan de ser el Aperiá, el Tigre, el Zorrino, el Cuervo, el Chancho o la Mulita, todo con ellos está permitido y todo se puede creer, aunque uno no tenga ante sí más que los relámpagos de una figuración imaginaria que avisa, a cada paso, que es pura figuración; es que se sigue tan de cerca esa peripecia que se la siente como el sueño, desde adentro, viviendo en ese otro mundo que no es éste, pero que se hace verdadero porque sus leyes naturales son tan firmes y fieles a sí mismas como éstas que nos gobiernan.
Está ocurriendo, eso que cuenta, aunque no haya una línea, un suceso, un giro del habla de cualquiera de estos seres que repita el mundo cotidiano; pero los puntos de un esquema son unidos por quien los ve y los bamboleos de la distorsión son compensados y naturalizados por quien los percibe. Por eso esta obra flagrantemente literaria, luminosamente artificial, impone al lector, sin que él lo note, el trabajo de rearmarla y darle el soplo vital con su propio aliento; ella es una máquina y como tal, invención completa de la ingeniería; y es por eso que resulta tan armónica consigo misma; todo pertenece a una misma materia, todo viene de la misma mina y lleva en cada una de sus partes, en la composición mayor y en el más nimio de sus de- talles, la medida áurea del creador que fue inventando y midiendo desde el principio.
El humor calculado a grado de sonrisa, risa o carcajada, es la sangre ligera que recorre y alimenta esta historia. Lo extraordinario es que, dentro de ese tintineo alegre que no nos abandona en todo el recorrido, caben los más diferentes matices —aunque atenuados o a distancia—: desde el horror hasta la ternura, y aun la angustia o el suspenso. Aunque en ningún punto de ese libro encantado irrumpe la obscena realidad, capaz de provocar reacciones como en la vida.
La historia de estos pobrecitos sucede a nuestros pies, pero está tan en proporción, es tan humana, que participamos de ella, aunque en ningún momento podamos confundirla con nuestro alrededor. Es algo más verdadero que el mundo, es la ilusión del mejor arte, algo capaz de derrotar y borrar el mundo, porque, como él, está cuajado de números sin que se note — según el decir de Quintiliano.