Visita de duelo

Después de sestear hizo traer el tostado y él mismo lo ensilló despacio, hablándole.

—¡Qué lo tiró al reumatismo! ¡Ya creía que no te iba a montar más!... ¡Estás gordazo! En cuanto caliente un poquito la primavera te voy a bajar esa barriga porque la cincha se refala como con grasa...

De repente, el tostado tornó la cabeza, y empezó a refregarse en el hombro del viejo, que exclamó, sonriendo:

—Si te pica... rascate.

Salió al trote corto. Como a las veinte cuadras pasó al lado de una osamenta y recordó a lo que iba.

—¡Pobre compadre Indalecio! ¡L’único hijo, puro mujerío!

Vadeó un arroyito de mala muerte, bordeado por unos sauces llorones que otra vez lo volvieron a hacer pensar en su compadre y, poco después, llegó a las casas.

—¡Ave María purísima!

—¡Sin pecado concebida! ¡Abajesé!

—¡Buenas! Lo acompaño en sentimiento, compadre. M’hijo le habrá dicho lo del reumatismo, que me tenía embarao en la cama. No pude venir en la desgracia.

—Sí, me dijo. Sientesé. Lucinda, calentá l’agua.

—¿la vieja?

—Acostada. Le dio el mal otra vez, anoche. Yo ando también con ganitas d’entregar la guardia. Va ya pa setenta, compañero, y siempre a los guascazos.

—Hay que tener pasencia.

—Sí, pasencia!...Pasencia cuando las cosas, aunque malas, le vienen derecho a uno; pero no ansina. Yo soy fuerte, ¡pero la pucha!...Me hubiera muerto yo...¡pero m’hijo, el único, tan bueno!...

—¡El destino del hombre!

—El destino lo que hace es amolar. ¿A qué nunca oye hablar de él pa bien, pa suerte, pa felicidad? ¡El destino!

—¡Pero sabe qu’está lindo el ganao? Pasé costiando el potrero del frente. ¡Es un gusto! Pero fíjese bien, porque me pareció que había un novillo de la marca de Gutiérrez, que tiene apestada la hacienda.

—¡Pobre!

—¿Gutiérrez?

—¡M’hijo, compadre! ¡Tan bueno! Bueno, derecho; guapo, cariñoso...No volvía de la pulpería sin llenar las maletas con chucherías pa la madre y pa las hermanas. ¡Y guapo!...Cuando tenía quince años lo pillé pitando atrás del galpón. Le hice volar el pucho de un revés, y se me vino ciego. Se sofrenó y me gritó, llorando:

"¡Tata, lo abro si no fuera mi tata!" Yo casi lo deslomo a rebencazos. Pero contento, compadre, orgulloso. Y a cada golpe, que él aguantaba sin dar un quejido, yo pensaba: "¡Este sí es macho!" "¡Hasta cuándo aguantarás, m’hijito lindo!" Y me cansé, y lo dejé, y él se quedó todavía un rato parao, sin moverse, como diciéndome:

"¡Seguí, canejo, seguí!"

—¡Si sería guapo! cuando la yerra en lo de Pérez...Y ahora que digo Pérez, ¿en qué quedó lo de la venta de las mil cuadras, que me dijeron que se las había ofrecido el gringo Moretti pa levantar la hipoteca del resto?

—No sé. Algo le oí ayer a Eusebio. El estuvo p’al entierro. Todo el pago empezó a caer en cuanto se corrió la noticia. Hasta los Morales, que hacía añares que no pisaban, después de la cuestión del alambrao, ¿se acuerda?

—¡Cómo no! Y también me recuerdo que...

—Todo el mundo quería a m’hijo. Los Morales han venido por la muchacha, segurito. Andaba ennoviado con la menor. Colegía qu’esos amores no tenían fundamento, pero ella lo quería, se ve, porque dicen que se le va un mal y le viene otro y que desvaría y habla de matarse... ¡Esta yerba no tiene gusto a nada! Dalo vuelta, Lucinda.

Hubo un silencio profundo. Afuera, en el patio, varios patitos marchaban a paso de infante, de uno en uno rumbo al tajamar. El charabón, criado guacho. abarajaba en el aire las moscas, muy escasas, ya que el frío era grande, y ni basura de bichos había por el aseo de la casa. En el ombú los pájaros entraban y salían. Daban vueltas por alrededor, tiritando y muertos de hambre...

—¡Está bien!...¿Y pa cuando es el casorio, moza?

—Todavía no hemos fijado fecha, don.

—¡Todos se van! ¡Y nosotros no nos vamos! ¡La cosa es fiera compadre!

—Dios sabe lo que hace.

—¡Se ve! ¡Mire que llevarse a m’hijo! ¡Y la muerte que me le mandó! ¡Abichao, como animal! No era enfermeda’e cristianos. ¡Hasta eso! Le salían por el oído gusanos así. Y se revolcaba, lloraba, mordía. ¡No era enfermeda’e cristianos, compadre!

—¡Qué se le va a hacer!

—Le dimos vuelta la pisada; trajimos a la negra Remigia pa que lo santiguara; le pusimos creolina... ¡Nada! Con la creolina salieron muchos, pero los otros seguían comiendo, comiéndolo vivo, ¿se da cuenta? "Matemé, tatita, matemé! ¡Sea bueno, tatita! La madre me sujetó cuando le iba a sumir la daga. Le juro que lo mataba. ¡Pobrecito! Y si no me desarman, puede que me la hubiera encajao yo, pa n’oirlo. Murió al aclarar. ¡Yo estaba deseando, deseando! Lo enterramos recién al otro día. Yo quería en seguida pero tanto amolaron las mujeres que aflojé. Y era mejor en seguida. La pardita’el Puesto vomitó al rezar el rosario, y vino el desbande. ¡Pucha, cuasi le meto fuego al rancho p’asarnos todos con él! Cuando lo sepultamos no querían abrir el cajón, para que no lo besara. ¡Avisen, canejo! ¿Porque estuviera así? ¿A m’hijo no lo voy a besar? Alcé la tapa... ¡Pobrecito!, estaba... estaba... ¡ah!... Lo besé como nunca. Yo creo que si lo besé alguna vez fue cuando muy gurí... ¡Pucha, es que somos una manga’e bárbaros! Reservaos, secos con la mujer, con los hijos. Nos da como una vergüenza cuando sentimos que vamos a ser blandos... ¿no halla? A lo mejor se creen que no los queremos. Siempre con sequedá, sin mostrarles los dientes nunca... El pobre quién sabe qué se creería. ¡Pucha, qué bárbaros!

Afuera en el patio, los patitos volvían de uno en uno, a paso de infante. El charabón, de travieso, les llevó la carga.

Y hubo un desparramo que contuvo la pata madre apareciéndose de entre unas matas con las alas abiertas y los ojos como chispas.

—¡Solito en el campo quedó, solito!... ¡Usté vé!

Hubo un silencio.

—Voy a esperar a la patrona. Después, después me voy aunque sea de arriba.

—¡Esas cosas no dicen los hombres, compadre! Todo está escrito, todo está escrito. Es al ñudo empacarse y ponerse a corcoviar. Seguir, seguir siempre. ¡P’ande? P’ande sea. Hay que seguir, hay que seguir...

El otro se quedó mudo. Y como no daba pie a la conversación, su visitante, cuidando de no encontrarle los ojos, miraba al techo, miraba al suelo, volvía a mirar al techo. De pronto golpeaba la caña de la bota con el rebenque y entreabría el penoso silencio con un prolongado:

—¡Ta bien!...

Al rato, se incorporó

—Bueno. Ya l’hecho una visita. Rabona porque estoy como en el cepo con este reumatismo. ¿Siempre va a mandar la tropa?

—Sí, estoy comprometidazo con el del saladero.

—Entonces le mando a Eufrasio.

Salió al trote. El montecito de sauces llorones y la osamenta lo volvieron a hacer pensar en la muerte. No soplaba viento; y un calorcito traicionero se pegaba a las cosas. Esa noche iba a helar, seguramente.