Rancho en la noche

Sobre la tierra de los hombres,

nada verá el ojo más blanco que aquel blanco.

D’Annunzio

A la luna luminosamente inmóvil, lejana y casta hija de los cielos, ¿qué dicen, palpitantes, las estrellas? –“¡Qué bella eres! –cantan–. ¡Qué blancura tan blanca! ¡No hay blancura más blanca que tu blanco! ¡Santo blanco, tu blanco! ¡Blanco santo!” Pero ella no escucha. Embebecida en sí misma, sueña un blanco que es más blanco, más blanco, todavía: más blanco que lo blanco. Y el aire difunde sobre los bosques y los ríos y la pradera y el inmenso océano; y sobre este rancho, aquí, mísero: “¡Qué bella eres, blanca! ¡No hay blancura más blanca!”. Dentro –negro terrón, paja dorada–, dos Malvones se estiran por ver; y un Cisne. Por ver entrar al Ángel y al Perro. Del brazo. Marcial éste en su marcha para darse ufanía. ¡Qué hermosa cola y qué alas tan finas! Blancas, éstas. Negra la cola rígida. Tremenda.

—¡Qué manera de hacer calor!

—¿Dónde?

—Aquí.

—¡Ah, sí, hace un calor! Pero no es nada, ¿no es cierto?

—No es nada, no: no es nada.

Uno Gallo, dos mustias Margaritas, León remendado, rodeándolos. Y tornan todos la mirada hacia la puerta. Claveles y Juan Pérez, son. Gordos, los Claveles, y rojos. Él, de inmaculadas zapatillas blancas. Junto al grave silencio del Perro y del León, Juan Pérez ha puesto el suyo, dulce. Y la blancura de sus zapatillas.

—¡Adiós, querida! ¡Qué alas tan lindas!

—¡No, qué!… ¡Lindas son tus hojitas verdes en la cintura!

Estrépito de latas chisporrotea y crepita. Que en el patio, sobre tarros y escandalosos jarros, una cabalgadura de alambre y trapo ha ido a costalar, resonándolos. Jinetes barbudos irrumpen en la sala. ¡Oh!, a saltos en la sala, desparramando sillas y gente hacia los rincones, contra la pared.

—¡Mis alas! ¡Ay mis alas!

En los botes y brincos las gualdrapas descubren, en vez de casco, pantalón y alpargata. El polvo se levanta. Nubecillas al techo, paja de oro. El Árbol, que va a entrar desaprensivo, piensa en su frágil profusión de ramas y, prudente, permanece en el patio, expectante. El polvo es como humo. Un ventanillo ya ábrese a la noche. A la diáfana libertad ofrecida entrégase el polvo, desvanécese entre cánticos. “No hay blancura más blanca que su blanco…” Embebecida en un sueño más blanco, todavía, ella, la cantada, no puede escuchar. Imposible librarse de sí misma. Sorda y ciega de tan blanca está. Y el polvo sube y trema asordinado y exacto: “¡Oh, qué blanco tan blanco el de su blanco!”.

—¡Que lo tira! ¡Sujete! ¡Ay, Dios, qué brincos!

Se ha escapado una alpargata. Voló y posó sobre las faldas verdes.

—¿De cuál de los tres es esto que me cayó en las faldas?

Hay que volver al patio a sujetar mejor la cinta, pues… Al patio pálido de luna y de dos linternas, dos faroles amarillos; de luna embebecida en sí misma, cerrada en blanco, abierta sólo a su interior, más blanco todavía y, demasiado alta e inasible, empero, para la corta mirada macilenta y sucia y desvanecida de amor, de las linternas. Suena la tierra entera: piedra y monte y agua y carne, ahora emblanquecidos. Sueña la tierra entera, ahora: “¿Dónde, dónde blancura ya más blanca? ¡Ninguno así de blanco entre los blancos!”.

Y Juan Pérez, ahora, en medio de la sala, con sus zapatillas blancas y su sonrisa pegada, que aletea y no huye, como mariposa viva con alfiler. Y el León, el Perro, Margaritas, el Cisne, muda Sota de Espadas y Claveles y el Ángel. Y ya también, asimismo –tras el Árbol al que hay que doblarle las ramas con dificultad para que pueda trasponer el estrecho, bajo dintel… la Muerte. La Muerte, sí, con su guadaña y su farol que ha dejado en el suelo para ayudar a que el Árbol logre el pasaje; filo mellado y color de lumbre que empuña nuevamente, ahora, entrando.

—¡Jesús! ¡Por Dios! ¡Que salga!

—¡Que la echen!

El Oso lento y dócil y cansado. Enhiesto, arriba; abajo, chueco. Y el domador cazurro: parla y látigo. Más polvo hacia lo blanco, a cada golpe y a aquel danzar como de escobas, levantador de polvo, patizambo.

—¡Qué tierra!

—¡Pare al instante el bicho!

—¡A ver, que riego! ¡Juan Pérez, que salpico!

—¡Para atrás, Juan Pérez, por su bien, que salpica!

Ya van a sonar las guitarras. Ya están sonando. Y el acordeón se apresta a seguirlas, jadeante, cojo.

—“¡Oh! ¡Oh!… ¡Oh! ¡Oh!… ¡Qué cosa!” –musitan las guitarras, cuchichean entre ellas, oscuramente.

—¡Qué linda, ay, Dios!, ¡qué linda pieza es la que va a empezar!

—¿Por qué, Clavel, es tan indiferente? Yo soy bueno… Yo soy trabajador –ha dicho el Perro, trémulo.

—¡Esas ramas, ay!

—¡Cuidado con sus ramas!

—¡Ay, qué fastidio! ¡Esas ramas que arañan!

—¡Es que es de balde, no se puede bailar así vestido! Tíreme esta rama para aquí y la otra para allá. ¿No ve que de frente se me doblan todas para atrás? Y ahora sáquenme a mí despacito para el patio. ¿No ve que me estoy descascarando y se me ve un poco la camiseta?

—“¡Oh!” –ha gemido el acordeón–. “Estaba lloviendo mucho, y yo me mojaba todo. Y golpeaba a su puerta… Y ella no abría. Pero me oía, sí. No estaba durmiendo. Me oía. Me oía… Me oía…”

—“¡Oh! ¡Oh! –las guitarras dejan brotar en trabazón oscura–. “¡Oh! ¡Oh! ¡Qué cosa!”

—“¡No estaba durmiendo, no! ¡Me oía!” –vuelve a quejarse, desde su fatiga, el acordeón–. “No estaba dormida… Y había puesto trancas a la puerta. Y me dejaba golpear… y mojarme mucho, ¡todo!”

—“¡Oh! ¡Oh!” –murmuran las guitarras, oscuramente–. “¡Oh! ¡Oh!, ¡ha puesto trancas; ha puesto gruesas trancas! ¡Y ella, detrás, escucha todo… y ríe!”

Y el acordeón, tosiendo, desde su cansancio, desde su asma, las alcanza, cojeando. Y ya para callarse, les confía:

—“¡Estoy todo mojado!… ¡Me estoy muriendo de frío!… ¡Me estoy muriendo de este frío!”

Las cuerdas agudas sufren un grito lastimero. Y una mano se interpone para que no vean las inocentes. Un brusco bordoneo –sí, una mano– que las ciega, piadosa…

—¡Ah!, le han dicho a la Muerte que se vaya al patio, entre los borrachos, y no vuelva más aquí; que a cada momento se pega una en su guadaña o da en su farol ¡y se horroriza!

Y a Juan Pérez también se lo han dicho. Si no sabe bailar, le dijeron, váyase al patio, porque la sala es chica… ¡Y él estorba por diez porque tiende las manos para que no se le acerquen y le pisen las zapatillas!

—¡Qué lindo es, Sota de Espadas, estar de fiesta y no acordarse de nada!

—Sí, pero usted lava, ¿no es cierto?

—Sí, ¿no ve las manos? Antes todos tenían que hacer con mis manos. Y me gustaría sentarme, pero tengo que estar parada toda la noche por las alas. En el respaldo se me arrugan todas…

Por el ventanuco, desde afuera, el Árbol y la Muerte miran la danza, tristemente. Y tragan polvo. Que éste sube hacia el fleco multicolor de las guirnaldas. Y sigue, vaga arriba, rozando la pajiza techumbre de oro muerto y, sale entre los cariacontecidos asomados, y se pega a los pliegues del humo de la hornalla del patio, por ascender más pronto hacia lo diáfano. Donde las estrellas… Pero no, ¡ay!, están gimiendo; gritan ahora las estrellas. Claman, gritan porque la blanca, tan blanca luna advierta, saliendo de su ensueño, a la famélica nube negra, agazapada, en acecho tras los horizontes. Can rabioso, sierpe pérfida. Toda ojos de cueva, agazapada, frente a la ensoñante…

Otra vez ruedan latas con escándalo. Que en la doma del patio, un potro de arpillera, ahora en jirones, ha volteado al Oso –dormido en su borrachera– patas arriba sobre jarros y tarros… Pata de Palo –bota y palo– tira del en tierra y lo levanta. Y el Oso retribuye, a su vez, sosteniendo al salvador, que tambalea.

—“¡Oh! ¡Oh!… ¡Oh! ¡Oh!” –murmuraban adentro ellas, las guitarras, oscuramente–. “¡Oh! ¡Oh!”

—¡Qué trabajo para hacerse la cola!

—No parece. Y es del año pasado.

—¡Ah, usted… la guarda!

—Sí, la guardo… y después me la pongo.

—“¡Oh! ¡Oh!…¡Oh! ¡Oh!”

—“¡Pero me oía, sí! ¡No estaba dormida, me oía!…”

—“¡Oh! ¡Oh! ¡Ha puesto trancas; ha puesto gruesas trancas! ¡Y ella, detrás, escucha, todo, y ríe!”

—¡Ay! ¡A bailar conmigo entra Pata de Palo y está borracho como una cuba!

—¡Pata de Palo, no empuje!

—¡Pata de Palo, que me pisa!

—“¡Oh! ¡Oh!…¡Oh! ¡Oh!…”

—“¡Estoy mojado, todo mojado! ¡Y me oye golpear porque está despierta!… ¡Me oye, sí… sí… sí…”

—“¡Oh! ¡Oh! ¡Ha puesto gruesas trancas!”

—“¡Oh! ¡Oh! ¡Ha puesto gruesas trancas! ¡Se va a morir de frío, de este frío!”

—¡Pata de Palo, no bailo más!

Hecho una furia sale Pata de Palo en busca de Juan Pérez para que lo consuele. Juan Pérez vigila la bota y el palo y sus zapatillas inmaculadas, mientras se pone a consolar, caído el alfiler, volada la mariposa.

—Venga, Pata de Palo. Venga, Muerte. Vengan a tomar. Cuelgue su farol, Muerte, al lado de ese farol.

—“¡Oh! ¡Oh! ¡Ha puesto trancas¡ ¡Oh! ¡Oh! ¡qué cosa! Lo va a matar… de frío, de este frío!”

—Siéntese en estos bancos. Beba, primero, Pata de Palo. Y ahora, que beba la Muerte. Yo, después, el último… Y, y después, nosotros dos nos vamos y nos vendremos nunca más. ¿Y usted, Muerte?

—¡Yo también me voy… y los tres no vendremos nunca más!

Otro farol, ahora, en el patio. Amarillo, sucio, desvanecido, el de la Muerte. Tres faroles, ahora, estirada su luz sin bríos hacia el polvo demasiado alto ya y hacia el humo lejano, que ascienden, ahora, enloquecidos, remolineantes, en torbellino. Porque las estrellas gritan, trizándose, que ya se arrastran, se arrastran la nube y su negrura: can rabioso, sierpe pérfida, ojos de cueva.

¡Y la luna, tan pálida, soñando!

¡Murió la blanca! La malvada nube negra duerme. Y las estrellas, dejando sin rutas al humo aquel y al polvo, en su fuga enloquecida… Silencio… Silencio… junto a macilento color de lumbre que se pone en como cauteloso movimiento ya, silencio. Y, ahora, silencio y golpe… silencio y golpe… silencio y golpe…

Sosténgame, Pata de Palo. Me voy a sacar las zapatillas, así no me las humedece el rocío. Sosténgame…

—“¡Oh! ¡Oh!…¡Oh—ía!…¡Oh—ía!…”

¡Se cayó Pata de Palo!

—“¡Oh! ¡Oh!…¡Oh—ía!…¡Oh—ía!…”

Silencio y golpe… Silencio y golpe… Silencio y golpe… Silencio y golpe…

Silencio.