París, 18 febrero 1959

Querida Mechita

¡La nieve, Mecha, la nieve! Yo había recomendado en el hotel que, si estaba en mi cuarto cuando empezara a caer, pues lo habían anunciado, que me avisaran. Una mañana, recostado todavía, me llaman por teléfono. “La neige!” Me asomé al balcón. Caían incesantemente, no como copos de algodón sino como plumitas más que delicadas. Los autos estacionados iban emblanqueciendo. Los techos también. Y caían, caían aquellas plumitas cubriendo el suelo, envolviendo los árboles, sobre los hombros, subre los sombreros, sobre las ropas de la gente. Me vestí y salí. Y, ya en la calle, me incliné para agarrar un buen puñado y apretarlo. En seguida se hace dura la nieve. Hay que hacer así con la primera que cae porque es suerte.

Me sacudía la que me iba llegando. Sabías que no moja. Sacudía el sombrero vuelto blanco, y quedaba seco. Y ella seguía cayendo, cayendo, emblanqueciéndolo todo. ¡Si vieras los jardines del Luxemburgo, que son maravillosos, cubriéndose ahora de blancuras! Ya los autos parecían de juguete. Ya los árboles, las casas, las plantas, de juguete, también. Y fueron apareciendo niños como tú y mucho más chicos, con sus zapatones de invierno, sus gorros de lana rojos, verdes, azules, sus abrigos de esos colores. Algunos se tiraban al suelo, de espaldas, para ver caer la nieve sobre ellos. Otros hacían bolas y se las arrojaban unos a otros. Los más pequeños se empeñaban en levantar muñecos, haciendo de escultores. Salió un sol espléndido. Todo brillaba como de metal. Y seguían cayendo los copos como adrede, como empeñados en un misterioso trabajo ordenado quién

sabe por qué ser poderoso e igualmente misterioso. ¡Vieras mi sombrero, mi sobretodo! Yo me había comprado unos buenos zapatos, forrados con piel de cordero y suela de goma especial para no resbalar. Me hundía en aquello que parecía, exactamente, el azúcar finísimo que se compra para poner por encima a los postres. Como una harina de fina y de blanca, Pensaba en ti. "¡Si estuviese mi Mecha! Y su amiga Sonia. Yo las llevaría a los jardines del Luxemburgo y las dejaría correr, tirarse al suelo y mirar cómo se van envolviendo de blanco". Así pensaba mirando a los otros niños y dejándome cubrir yo también por los copos.

Por la tarde, seguían cayendo sin cesar. Los pies se hundían en la nieve. Advertí que hace un ruidito cuando uno la pisa. Ahora París estaba todo blanco. Hasta las cosas que no son lindas estaban maravillosas. Todo, todo parecía una figura de cuento para niños. Y como es ya tarde ahora y debo ir al correo, el cuento éste termina aquí.

Un gran beso de su

Papá

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