- Semanario Marcha 10/nov/1939), Artículo y transcripción
- Para leer en la representación de M’hijo el doctor
Florencio Sánchez entre los ex hombres
Una devoción en el barrio maldito
Tal vez ningún homenaje a Florencio Sánchez tenga la profunda y conmovedora significación del que se le rendía hasta hace unos años en la ciudad de San José. Y si desde el más allá pudiera contemplarse la tierra como la humanidad se aferra a desear con todas sus fuerzas a través de los siglos, sin duda él lo preferiría entre todos.
En una esquita del barrio maldito se destacaba, rodeado de ranchos y casuchas, un edificio sin revoque, con altos escalones de piedra. Era la taberna de Pepín. Cierta vez, la compañía que actuaba en el pueblo representó una pieza de Sánchez, famoso ya. Desde Montevideo, él concurrió al espectáculo. Terminada la función, se escabulló y se fue solo al “bajo”. Entró a lo de Pepín. Se puso a beber en una mesa aparte, con un mechón caído sobre la frente y la mirada absorta. Atendiendo el despacho, Pepín enorme, en mangas de camisa, reparó en el desconocido. Lo pilcaba la curiosidad cada vez más. Cuando entró alguien, que por vivir de otra manera podía estar más enterado, le preguntó si conocía al taciturno. Miró el interrogado y díjole en seguida al oído:
—¡Pero si ese es Florencio Sánchez!
La noticia de la presencia del pintor de los parías, de los desdichados, corrió como reguero de pólvora. Ante la desesperación de las patronas de las mancebías circundantes, las muchachas, con cualquier pretexto, se iban a la taberna, abandonándolo todo, por contemplar al genio triste que inclinaba la cabeza cansada sobre la mesa.
Pepín sentía agitada su alma por ráfagas dé fiero orgullo y de ternura jamás experimentada. Hasta que estas emociones fueron hundiéndose para dejar paso a una zozobra cada vez más penosa, que, por suerte, se concretó en una idea de fácil realización. Lo que él advirtió que estaba deseando hacía rato era quedar solo con Sánchez. Entonces hizo desalojar a la creciente concurrencia, ordenó al mozo que se fuera también, puso llave a la puerta con mucha cautela, y quedó otra vez detrás del mostrador, pronto a acudir al primer llamado de su cliente. Cuando éste lo hizo, Pepín se acercó con copa y botella, sirvió y luego tartamudeó un ruego:
—¿No me deja sentar con’ usté, don Florencio!
—-Sí, contestó el dramaturgo posando los ojos melancólicos en el tremendo corpachón.
Y bebieron frente a frente, hasta emborracharse.
¿De qué hablaron? ¿Qué se dijeron aquella noche los dos hombres? Abrazados se dirigieron a la estación del ferrocarril, ya el sol afuera. Sánchez, prometiendo volver, subió al tren agitando el sombrero.
Desde ese día, nadie, nadie pudo sentarse en ninguna de las dos sillas de la mesa donde estuvo Sánchez, sin ser cogido de inmediato por los hercúleos brazos de Pepín y arrojado a la calle como una pelota.
—En cualquier momento que él vuelva —decía Pepín al tornar cejijunto, mientras el aporreado se quejaba o maldecía afuera— en cualquier momento la mesa tiene que estar libre.
Cuando algún forastero enderezaba a la mesa, el patrón daba la vuelta al mostrador y llegaba corriendo. Ante la voz rogativa y el aspecto imponente, el recién llegado se sentaba en otra parte, sin chistar.
Después, llegó la noticia consternante. Florencio Sánchez había muerto allá lejos.
Desde lo de Pepín irradió el dolor por todo el bajo aquella vez en que la noche sorprendió cerrada la taberna y cuando quien encendiera un fósforo podría leer en una hoja de cuaderno escolar sujeta con cuatro gruesos clavos: “Cerrado por duelo'’.
Muchas mujeres dejadas de las manos de Dios, rogaron a Dios por él. Y desde entonces, todos se constituyeron en celosos defensores de la mesa de Pepín.
A veces, sobre todo en Carnaval, el salón resultaba pequeño para la concurrencia. Hasta se ponían mesas en el gran fondo bordeado de tártagos y pitas. Pero a aquella mesa no se acercaba nadie. Era como un altar: era un verdadero, altar ante el que, de pie, no de rodillas, se reverenciaba.
Cuando Marcelo, en el mostrador, fue acusado de robar ciertas cobijas, se defendió en esta forma:
—¡No fui yo! ¡Se lo juro... por esa mesa!
En las noches de fiesta, entre las voces destempladas de los borrachos, el colorinche de los adornos del local y de los disfraces estrafalarios —mariposas, leones, caballos, calaveras— imponía aquella especie de catafalco compuesto por la mesa y las dos sillas solitarias. Una madrugada, en medio de la danza llegaron cinco hombres de un baile del centro, vestidos de frac. Haciéndose los graciosos, pretendieron sentarse en el lugar prohibido. Y entró la policía. Y llevó a medio mundo preso. Porque se peleó alrededor de la mesa. A puñetazos, a mordiscos, a delgados tacones de zapato.
Pepín murió ya. Se cerró la taberna. En los hospitales, en las cárceles, todavía allí, en el Bajo, están los demás. O en el desolado segundo cuerpo del cementerio del pueblo, tan desolado que hace llorar. Pero yo quiero recoger el recuerdo del homenaje de aquellos desdichados. Y hacerlo presente en estos días en que se rinden a Sánchez otros tan merecidos.
FRANCISCO ESPÍNOLA
Marcha No 21, 10/nov/1939 pág 16.